La liebre siempre se reía de la tortuga, porque era muy lenta.
-¡Je! En realidad, no sé por qué te molestas en moverte -le dijo.
-Bueno -contestó la tortuga-, es verdad que soy lenta, pero siempre llego al final. Si quieres hacemos una carrera.
-Debes estar bromeando -dijo la liebre, despreciándola- Pero si insistes, no tengo inconveniente en hacerte una demostración.
Era un caluroso día de sol y todos los animales fueron a ver la Gran Carrera. El topo levantó la bandera y dijo:
-Uno, dos, tres… ¡Ya!
La liebre salió corriendo y la tortuga se quedó atrás, tosiendo en una nube de polvo. Cuando echó a andar, la liebre ya se había perdido de vista.
-¡Je, je! ¡Esa estúpida tortuga!-, pensó la liebre.-Para qué voy a correr… Mejor descanso un rato.
Así pues, se tumbó al sol y se quedó dormida, soñando con los premios y medallas que iba a conseguir.
La tortuga siguió toda la mañana avanzando muy despacio. A mediodía pasó junto a la liebre, que dormía al lado del camino. Ella siguió pasito a paso.
Finalmente, la liebre se despertó y estiró las piernas. El sol se estaba poniendo. Miró hacia atrás y se rió:
—¡Je! ¡Ni rastro de esa tonta tortuga! Con un gran salto, salió corriendo en dirección a la meta para recoger su premio.
Pero cuál no fue su horror al ver desde lejos cómo la tortuga le había adelantado y se arrastraba sobre la línea de meta. ¡Había ganado la tortuga! Desde lo alto de la colina, la liebre podía oír las aclamaciones y los aplausos.
-No es justo -gimió la liebre- Has hecho trampa. Todo el mundo sabe que corro más que tú.
-¡Oh! -dijo la tortuga, volviéndose para mirarla- Pero ya te dije que yo siempre llego. ¡Despacio pero seguro!